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PROYECTOS OCTAVO AÑO A: Resumen de la clase

AMORES  DE PERROS

Amores de perros

Hay amores que matan, se los digo con una pata en mi corazón. Hubiese preferido ahorrarme el dolor y este agujero que siento en el pecho y me tiene suspirando como si me faltara el aire. Ahora es tarde para lamentarse. O, tal vez, es demasiado temprano,¿cómo saberlo? He escuchado que el principio de cualquier cosa también es su final, pero ¿cuándo comienza y cuándo termina? Grrr. Ustedes saben que hay preguntas que son imposibles para un perro y no es que quiera aburrirlos, de hecho, soy de pocos ladridos. Así es que al grano: la culpa de este lamento, esta historia que me veo forzado a contar, la tuvo una cachorra café rojiza. Una preciosura de ojos como la noche, orejas interminables y cola en punta que me robó el corazón y cambió mi vida animal para siempre. Tan dramático como se lee. Ella y su engreída forma de mirarme a los ojos, abrir el hocico y mostrar sus caninos impecablemente blancos para emitir un gruñido de gato. No miento. Era una chica de mi raza, pero al mostrar sus dientes lo hacía como una gata.


En pocas palabras, no me quiso. Podría estirar las cosas y decir que me odió, pero ¿cómo podría odiarme si soy guapo e inteligente? Unsalchicha negro, hijo de padres campeones, lo mejor en la expresión de mi raza, entonces, díganme quién, ¿quién en su sano juicio rechazaría a un macho así? Pues para que vean que las cosas se complican entre perros cuando hablamos de sentimientos, ella, la bella cara de botella, no me quiso. Por más que le mostré mis gracias, salté y corrí alrededor suyo; por más que la perseguí; por más que rechacé un apetitoso hueso para dejárselo a sus pies, ella no me quiso. Y yo que a poco andar me imaginé con unos cachorros negros y cafés correteando en nuestra casa de perros. Ni siquiera llegué a preguntarle si era hija de algún campeón ni menos si le interesaba emparentarse conmigo. Como les conté, ella se limitó a mostrar sus caninos.


El asunto me llevó a plantearme otras preguntas difíciles, por ejemplo:  ¿Existe eso del amor-perro-a-primer- olfato? O, ¿qué tiene una perrita que no tenga otra? Porque ella tenía cuatro hermanas que se mostraron 26  mucho más simpáticas conmigo, podría haberme  gustado cualquiera, ¿no? Y sin embargo. También surgieron dudas ingratas que podría resumir en las palabras del poeta: ¿Qué se ama cuando se ama? Dicho de otra manera, ¿cómo es posible que haya caído a sus pies si ella no me dio ni ladrido?


Guau.


Pero no quiero hablar de mí, aunque uno termine hablando de uno. La historia que quiero contarles es otra y tiene que ver conmigo, pero de una manera, ¿cómo llamarla? Cruel. La verdadera protagonista, la que se robó la película fue ella. Ella que pestañeó y caí fulminado, ella que se acurrucó en la falda de su ama y no se dignó a mirarme.

Sucedió así:


Hará cosa de un mes nos invitaron a un asado. Digo “nos” porque fui con mis amos, los Rojas. Yo estaba entusiasmadísimo con el paseo, de hecho, era la primera vez que salía fuera de Santiago y quería verlo todo, por eso apenas me subí al auto peleé un asiento al lado de la ventana. El viaje se me hizo eterno, los paisajes tan distintos y los olores, ¡guau! Una deliciosa mezcla agridulce con toques de sabores desconocidos. Para cuando llegamos, quería recorrer cada rincón.


No hice nada.


Me enamoré en cuestión de segundos.


Me explico: bajé del auto de un salto, el pasto me llegaba hasta las orejas así es que di botes como un conejo. Alcancé a reconocer un gran estanque de agua, los Rojas iban con traje de baño y flotadores y se bañaron mucho rato, yo también lo hubiera hecho de no ser porque al; cuarto brinco tropecé con ella.


Ella.


Fue cosas de segundos, como dije.


Sus pestañas se abrieron y cerraron en un movimiento acompasado.


Escuché música. Para que sepan, los perros también nos ponemos cursis, así es que escuché una melodía que era como el sonido tranquilo del viento de la tarde, y ella: pestañeó y pestañeó. Mareado, caminé en puntillas como si mi cuerpo fuera de plumas, y ella: pestañeó y pestañeó. La música seguía sintiéndose entre los dos cuando llegué a su lado, y ella: pestañeó y pestañeó. Mi hocico alcanzó a rozar el suyo, pero entonces el tiempo se aceleró: como una karateca, corrió su cara, su cuerpo y mostró sus caninos.

Lo que siguió fue una crónica del desastre. Dio media vuelta y corrió desalada (¡qué chica más veloz!), llegó a la terraza y de un salto se instaló en la falda de su ama. Intenté imitarla, incluso alcancé a doblar mis piernas para el rechazo, me elevé por los aires. ¡Paf! La señora me atajó de un solo manotazo. Caí al suelo, literalmente, a sus pies.


Humillación, vergüenza y esa fiebre llamada amor que me nubló la vista.


Lloré. Sí, duele confesarlo, pero lloré a los pies de su ama con sus pestañas en mi retina. La muy ingrata corrió la vista. Hubiese jurado que era sorda de no ser porque atendía cualquier cosa que dijera la señora. A mí, en cambio, solo los caninos. Entre tanto, los Rojas se pusieron trajes de baño y chapoteaban en medio del estanque. Los escuché llamarme, y en otro momento, hubiese corrido hacia ellos sin dudarlo, pero estaba enfermo, preso de una agitación que desconocía. Quise decirle, confesarle mis sentimientos, así es que volví a intentar el salto. Pero esta vez la señora me dio una patada. Lo normal hubiese sido retirarme, hacerme de rogar. Y sin embargo. Lloriqueé como un niño a los pies de la antipática que me separaba de mi amada.


En algún momento se acercaron sus hermanas. Era la novedad, digo, el perro recién llegado y sus hermanas comprendieron lo que ella se negaba a aceptar: teníamos que conocernos. Nos olisqueamos tal como lo exigen nuestras reglas. Incluso, una de ellas me invitó a jugar. ¡Había tanto que ver! Estuve a punto de correr, de dejarla atrás, cuando la insufrible llegó a nuestro lado. Pensé que el corazón se me escapaba por el hocico. Que quizás.


Me equivoqué.


Cuando intenté olfatearla, me tiró un tarascón. Por suerte soy ágil, un perro muy atlético, y logré esquivarlo sin salir malherido.


—¡Guau! —alegué.

Pero ella, protegida por sus hermanas se alejó en dirección a la parrilla. Me dejaron solo. Fueron unos segundos de silencio, tal vez, la oportunidad que me brindaba el día para recuperar la calma, pero el amor es ciego y sordo. Sobre todo eso. La seguí. La música sonaba como viento agitado en el techo. Un viento que me golpeaba la cara. No quise escuchar. Intenté acercarme y nuevamente esquivé un tarascón.


—Grrr, ¿por qué? —pregunté, pero ella me miró con esos ojos suyos e inclinó sus pestañas.


Awww.


No dijo nada.


Un señor con sombrero de paja repartió unos huesos entre los perros que estábamos ahí. Miré mi porción apetitosa y humeante. Me sonaron las tripas y se me humedeció el hocico. Pero. Quería una explicación. Tomé el hueso entre mis caninos y me fui hacia ella, la miré a los ojos, ella

gruñó como gata con su lomo engrifado. Sin reclamar, coloqué el manjar a sus pies. Por un segundo algo en su mirada se suavizó, o eso creí.


La tarde transcurrió entre mis lloriqueos y sus gruñidos. Así es que cuando los Rojas me subieron al auto y me instalé en la ventana para verla por última vez, pensé que jamás olvidaría aquel momento ínfimo en que me miró sin gruñir. Mucho más tarde, ya en mi casa, pensé que quizás ese primer encuentro no fue el principio ni el final, sino un paréntesis y que nuestra historia en otro tiempo se escribiría de otra manera…


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PROYECTOS OCTAVO AÑO A: Sobre...
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PROYECTOS OCTAVO AÑO A: Bienvenido

UNA VERDADERA MARAVILLA

Ese año la primavera había llegado más hermosa que nunca, y los; árboles, los prados y los jardines se cubrieron rápidamente de flores.

Eso le gustó mucho a los geniecillos, que ya estaban un tanto aburridos de la lluvia y del frío. Atrás quedaron los días oscuros del invierno, y se dispusieron a realizar sus tareas de todos los años: avisar a las abejas y a los pájaros que ya era primavera, invitar a los abejorros, enviar mensajes por el aire a los colibríes, en fin, a todos aquellos que ayudarían a que las flores no se extinguieran.

En una planta de maravilla que crecía junto a un hermoso huerto, vivía la familia de genios Flor de Maravilla. Grande, inmenso, brillaba el disco floral, rodeado por una corona de amarillos pétalos.

La familia Flor de Maravilla estaba orgullosa de vivir allí, y no era para menos. La casa donde habitaban, es decir, la flor de la maravilla, tenía 

toda una trayectoria: artistas famosos la habían pintado en sus cuadros. También el sol, viejo amigo de la familia, contaba que la maravilla era un símbolo importante entre los indios aztecas.


A los geniecillos les entretenía escuchar todo esto. Estaban orgullosos, porque las semillas que ellos ayudaban a formar cada año servían para alimentar a las aves y para que las vacas dieran más leche que nunca. Últimamente habían oído decir que los seres humanos las ocupaban para hacer unos aceites muy especiales.


Todos estaban contentos, menos Mara Villa, la geniecillo menor, que encontraba espantoso vivir en una flor como esa. Temía decir “común”, por miedo a que el papá geniecillo se enojara demasiado.

Cuando asistía a la escuela de las flores que una familia de chinitas había instalado cerca de allí, trataba que no se enteraran dónde vivía, y jamás invitaba a nadie, ni tampoco aceptaba la invitación que le hacían las otras genios. 

Un día, el papá Genio Maravilloso terminó por perder la paciencia, al escuchar siempre las mismas quejas de su pequeña hija; que ojalá se fueran a vivir a otra flor, que había demasiado pétalo, y que la superficie un tanto áspera que formaban los estambres le  rozaba  sus  delicadas alas. Ni qué decir del tallo largo y espinoso por el que tenía que bajar cada mañana para ir a la escuela.

—Está bien —dijo papá Maravilla—. Buscaremos otra flor. Quizás tengas razón. Tú misma me dirás cuál es la flor en la que quieres vivir.


La mamá Maravilla agregó:


—Quizás sea bueno. Nuestros antepasados siempre vivieron en maravillas. A lo mejor es hora de cambiar.

Pronto descubrió Mara Villa que no tenía mucha gracia vivir ahí; uno no se podía deslizar por los tallos, porque corría peligro de quedarse enganchada en las espinas, y papá Botón de Rosa ponía el grito en el cielo cuando las geniecillos querían jugar al pillarse y entreabrían los pétalos rojos.


—¡Cuidado! —gritaba, impaciente—. Se va a escapar el aroma.


La pequeña Botón de Rosa era feliz allí, pero Mara Villa decidió irse donde otra de sus amigas.

La elegida fue la genio Hortensia Azul, quien de inmediato la invitó por todo el fin de semana. Mara Villa quedó fascinada con las pequeñas flores que conformaban la residencia de su amiga. Sin embargo, hubo un problema. Cuando llegó la noche, y los Hortensia Azul se fueron a dormir, cada uno en una flor distinta, Mara Villa se sintió un poco sola.

Algunos días después, Mara Villa aceptó la invitación a tomar néctar;  que le hiciera Diente de León, una de las más inquietas de la escuela. Al

llegar, creyó, por fin, haber encontrado la casa soñada, pero cambió de opinión cuando una ráfaga de viento arremetió contra la flor y todos tuvieron que abrir sus paracaídas para volar en búsqueda de otra flor.

—Siempre lo mismo —dijo la mamá Diente de León—. Menos mal que es solo en algunas épocas del año.


A la semana siguiente, Mara decidió ir donde su amiga Nomeolvides, que era muy calladita y algo tímida. La casa resultó ser muy hermosa, pero un tanto pequeña. Los genios Nomeolvides vivían bastante apretados y una familia numerosa como la que tenía ella no iba a caber en una flor como esa.


¡Qué difícil era encontrar algo adecuado! Todas las casas eran bellas, sus habitantes se veían contentos, sin embargo, la pequeña Mara Villa 

siempre les encontraba un pero: las petunias eran muy pegajosas; los lirios se marchitaban pronto; en las azucenas, se resbalaba; las violetas eran muy oscuras, en fin, siempre había algún problema.


Su papá, algo preocupado por esta hija que salía todos los días, le preguntó qué había decidido. Mara Villa le contestó resignada:


—Creo que no hay más que hacer. Tendré que vivir aquí para siempre. La mamá intervino, y dijo:

—Está bien, pero creo que es hora que tú invites a todas tus amigas. Han sido tan cariñosas contigo.


Mara Villa arriscó la nariz ¿Qué iban a pensar sus compañeras?

Mamá Maravilla insistió y se dedicó a preparar una rica sopa de néctar con polen. A Mara Villa no le quedó más que hacer lo que se le decía.

Las amigas aceptaron, encantadas, y esa tarde llegaron  las  geniecillos de visita.


Mara Villa casi se desmaya al ver a su papá dándoles la bienvenida   y ayudándolas, en forma muy cortés, para que aterrizaran en la superficie floral.


—Es un tanto áspera —les advirtió la pequeña, con las mejillas intensamente amarillas, pero a ninguna de sus amigas le importó realmente.


Mamá sirvió la rica sopa y todas se la devoraron en un suspiro. Luego jugaron al pillarse y a la escondida.


—Esta casa es buena para jugar al escondite —exclamó Botón de Rosa, entusiasmada.

—Me encanta saltar de pétalo en pétalo —señaló Diente de León.


Y cuando ya creían que iba a oscurecer, sucedió lo que pasa todos los días: el papá Genio Maravilloso miró hacia arriba y lentamente la flor se dio vuelta hacia el sol.


—Podemos seguir jugando —exclamaron todas felices—. En verdad tu flor es una maravilla.


Las geniecillos se despidieron bastante tarde y, antes de irse a casa, le dieron las gracias a los Maravilla por un día tan entretenido.


—Invítanos más a menudo —le rogaron a Mara—. Aquí en tu casa se puede jugar hasta tarde y no hay el problema de que algo se dañe. Mara Villa estaba muy contenta, y, por fin, reconoció que vivir en una maravilla es, en verdad, ¡una maravilla!

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EL JABÓN PARLANTE

El científico Hans Fritz Chukrut era uno de los inventores más geniales del mundo mundial. Había inventado las espiroquetas taiwanesas, los multiformes demenciales y el hoyúsculo  volátil

(y también el agua en polvo), que eran inventos que nadie sabía para qué servían, pero que sonaban muy ingeniosos.


Hasta que un día se le ocurrió otra idea, una que lo haría famoso: el jabón parlante. Y llegó y lo hizo.

El problema fue que alguien lo usó para ducharse. Y el jabón, que no era muy educado, le dijo “Tienes un horrible olor a patas, parece que se te hubieran muerto”. Después a una señora muy elegante, que había comprado muy caro este invento, el jabón le comentó “Oiga, usted tiene manos de momia y uñas de lagarto”. Y qué decir del tenista famoso, al que le dijo: “Serás;  muy campeón, pero tienes un olor a ala que mataría a un zombi”.

El pobre Hans Fritz no sabía cómo hacer callar a su jabón. Y tampoco podía mandarlo al colegio para educarlo, porque si iba en un día con lluvia iba a terminar deshecho antes de aprender.


Entonces guardó su invento jabonoso y, por suerte, como era tan inventivo, se le ocurrió otro. El problema es que esta vez fue un papel confort parlante.


Y esta vez, Hans Fritz tuvo que arrancar muy lejos después que la gente lo usó.

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LA EXTINCIÓN DEL FLOJOSAURIO

Si buscan en los museos, justo en la sección de los fósiles, nunca encontrarán alguna huella del desaparecido Flojosaurio. ¿Por qué? se preguntarán ustedes. Porque era un dinosaurio tan, pero tan, pero tan flojo que sus huesos no quisieron transformarse en fósiles, de puro flojos.

El investigador de este singular  espécimen, el profesor Alf Eñique, ha descubierto que el Flojosario dejaba las toallas mojadas en la cueva después de bañarse. También que nunca se lavaba los dientes, y que por eso se le extinguieron los caninos y los molares y los colmillos antes de extinguirse el resto de él.

El Flojosaurio tampoco ordenaba sus juguetes, andaba en calcetines y a veces se resbalaba y se caía (y así se extinguieron hartos de ellos),  y tampoco se comía toda la comida.  Solo  le gustaba 

comer postresaurio y odiaba las ensaladas y las verduras. Por eso andaba; flaco y con ganas de comer dulcesaurios.

Algunas mamás Flojosaurias se extinguieron de tanto pedirle a sus hijosaurios que fueran ordenados, limpios y que hicieran las tareas en vez de jugar fútbol pateando un coco contra los Velocirraptores, que siempre les ganaban (es que eran más rápidos).


Estos son los estudios del Flojosaurio del profesor Alf Eñique, al que las mamás del mundo le pagaron para que inventara esta mentira fósil y con tanta moraleja.

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PROYECTOS OCTAVO AÑO A: Resumen de la clase

LAS VACAS QUE DAN LECHE DE SABOR

Ustedes conocen esa canción de las vacas que dan leche con chocolate y leche condensada. Bueno, hay muchos científicos que han quedado traumados desde niños intentando lograr

esto, hasta que llegó Hans Fritz Chucrut para solucionar este problema. “Solucionar”, esa era su idea.

El profesor Chucrut investigó el tema durante muchos años, mientras  estacaba por otros inventos. Alimentó a una vaca solo con chocolate, pero no dio resultado y quedó súper acelerada la pobre. A otra le dio kilos de azúcar, pero solo le salieron caries. A otra la llenó de manjar hasta que se volvió vegetariana de puro odio al manjar.

“¿Será algo de la mente?” pensó el inventor.


Entonces pintó a una vaca de color frutilla, pero nada. Después pintó a una amarillo —por la vainilla, no por el plátano—, pero tampoco. Entonces subió a una vaca a un helicóptero, para ver si después daba leche batida. Pero no. La pobre vaca se mareó y nada más. La leche salió normalita y el pobre animal no pudo pararse durante dos días.


Fue entonces que las vacas se organizaron para protestar, porque estaban aburridas de los abusos del profesor.


Y desde ese día declararon una huelga y dieron pura leche en polvo.

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PROYECTOS OCTAVO AÑO A: Resumen de la clase

EL VENDEDOR DE LLUVIAS

La  tienda  se  encontraba  al fondo  de  una calle serpenteante; escondida y sin salida ubicada en la zona vieja de la ciudad. Era uno de esos lugares que sin buscarse se encuentran y cuando

aparecen, así, tan inesperadamente, se adueñan de la situación como si siempre hubieran estado entre nuestras preocupaciones.

En la vitrina había una gruesa pátina de polvo color ladrillo molido que también se pegaba en los frascos que exhibían una curiosa mercancía, y para qué decir al interior de la tienda; parecía que por allí había pasado una tormenta de arena como esas fabulosas del desierto del Sahara.


Antes de entrar me volví a fijar en la frasquería de la vitrina: ¿Qué podría significar esa extraña cantidad de frascos cubiertos con polvo viejo? ¿Por qué tenían esas etiquetitas escritas a mano y en su interior, brumas azules, verdes, amarillas, rojas? ¿Por qué esas brumas se desplazaban como si lo hicieran de acuerdo a la acción de minúsculos vientos invisibles? Los frascos estaban llenos y sellados, a excepción de uno que se encontraba abierto y con su tapa en el piso de la vitrina. Muy cerca del frasco vacío había un letrero donde se podía leer: “Vendo todo tipo de lluvias”.


En el interior de la tienda vi a un anciano sonriente, envuelto en un largo abrigo oscuro y con una bufanda enrollada hasta las orejas.


—¿Es verdad que vende lluvias? —dije como saludo, incrédulo. Pero también pensando en mi pueblo que sufría una sequía de meses.


—Lo estaba esperando. Como ya es tarde, después de atenderlo a usted, cerraré. ¿Cuánta lluvia necesita? Dígamelo de una vez, que para eso se requiere hacer un trabajo muy especial.

El cielo estaba arrebolado, con los tintes rojizos propios del atardecer y  se  apreciaba  prácticamente  despejado,  como  hacía  tanto tiempo

en todos estos lugares y también en mi pueblo. “¿Esperando?”, pensé. “¿De dónde, si ni siquiera tenía la intención de llegar a este callejón sin salida?” Pero como creo en los  momentos mágicos, en esos instantes que surgen inesperadamente y que generan territorios nuevos por explorar, le respondí como si estuviera diciendo la cosa más natural del mundo:

—Necesito suficiente lluvia como para apagar la sed de mi pueblo, de los animales, de las plantas, en fin, de la gente…


—Sí. Ya lo sé. Todos andan en lo mismo. No se imagina cuánto trabajo he tenido últimamente.


El anciano se desprendió del abrigo y de la bufanda ¡y me pareció tan delgado y con tantos años a cuestas! Enseguida se restregó los dedos e hizo un gesto como si hubiera pronunciado: “¡Manos a la obra!”


Yo abrí tamaños ojos cuando vi que tomó una gran caja y abriendo la puerta interior de la vitrina que daba a la calle, comenzó a tomar algunos  de los frascos que allí se exhibían, mientras murmuraba entre dientes, como esas personas que están acostumbradas a vivir en soledad y hablan solas:


—Hum, lluvia intensa, restablecedora, recuperadora, ¡revitalizadora! Para ello tomaré este frasco que tiene una buena porción de nimbus. A propósito, ¿sabe qué significa nimbus?


—Ni idea —le dije un poco vergonzado de mi ignorancia.


—No hay problema. Nimbus en latín significa nube de precipitación. Se entiende, entonces, que le eche un frasco concentrado de nimbus ¿verdad? Pero no solo eso necesita.

En la vitrina había tantos frascos recubiertos con ese polvo amarillento y también el que estaba vacío que antes me había llamado la atención.

Entonces, no resistí en avisarle al anciano, con la intención de advertirle    que tal vez se le hubiera escapado alguno de sus vapores. Pero él con una; sonrisa socarrona me dijo: 

—Tranquilo, que allí duermo yo.


Después siguió seleccionando frascos y mientras lo hacía iba remarcando sus actos como si estuviera dictando la receta más sabrosa y exclusiva.


—También necesitará estratonimbus y aire caliente para formar cumulonimbus, con ello tendrá la tormenta más hermosa, con truenos y relámpagos por añadidura, y este frasco con mucho viento norte, este otro con algo de sur y unos cuantos más con vientos cordilleranos que saben de historias de nieves, glaciares y del juguetón granizo y, además, este otro, con un poco del cálido viento puelche que siempre avisa la llegada de la lluvia.


—¿Y qué más?

Mi pregunta debió haberle sonado tan estúpida, pero quise asegurarme; es que estaba tan entusiasmado con todo eso de los vientos y las nubes. El anciano sonrió mientras echaba los frascos en la caja y me pasaba la boleta de pago.


—¿Qué más? —repitió mi tonta pregunta—, un paraguas, pues lo necesitará muy pronto. Ah, se me olvidaba. Destape los frascos en el cerro más alto de su pueblo y después… a esperar los resultados.

Cuando en el cielo ya aparecían las primeras estrellas, salí de la tienda cargando una enorme caja. Tenía que apresurarme para tomar el último bus que me llevaría a mi pueblo. Mientras, sentía en mi pecho un arrobamiento como los que experimenté siendo niño, cuando apresuré el sueño para despertar con la Navidad a la mañana siguiente, o cuando me instalé en el tren que me llevaría por primera vez a ver el mar, o cuando llegó mi padre con una canasta repleta con frutas, y, además, todos esos otros “cuandos” que guardaba en mi alma como el mejor de los tesoros.

De pronto, no sé por qué se me ocurrió mirar hacía la tienda y juraría que un vapor azulino se metía en el frasco vacío, ese que estaba olvidado en un rincón de la vitrina, muy cerca de donde se encontraba el letrero que anunciaba la venta de lluvias.

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PROYECTOS OCTAVO AÑO A: Resumen de la clase

LAS COSAS RARAS

Ese día lunes, Ati se despertó algo extraña. Al menos para los ; demás. Para ella había una misión urgente que cumplir. Antes de que el despertador sonara se sentó en la cama, entre dormida y despierta, como poseída por una idea escalofriante:


¿Tendrán memoria los objetos?


Algo o alguien en su sueño, o quizás entre sus sueños, le había soplado la pregunta, y la idea la atraía tanto como la aterraba.


Cuando su papá entró a despertarla, dispuesto a entonar silbando alguna melodía, como siempre, Ati ya estaba así, sentada en la cama con los ojos como platos. Se veía tan pálida que a su papá alcanzó a darle susto.


—¿Estás bien? —atinó a preguntarle.

—Bien, bien —contestó ella, pero no logró sonreír, aunque lo intentó bastante.


—Okey —le dijo inseguro su papá—, en quince minutos te esperamos para desayunar.


“Quince minutos”, pensó Ati, “tengo solo quince minutos”.


Si bien tenía todo el día para llevar a cabo su plan, la mañana era una parte muyimportante, porquesilosobjetosdeverdadteníanmemoria, pensaba, serían justamente los objetos de su casa los que más la “conocerían”.


Decidió que lo mejor sería intentar engañarlos y, a la vez, estar increíblemente atenta a sus reacciones, para ver si hacían algo que indicara su desconcierto.


Todo esto mientras se sacaba las lagañas, se tropezaba con los muebles de su pieza buscando su ropa y echaba cualquier cosa dentro de su  mochila para el colegio, porque sabía que el tiempo era limitado y tenía que actuar rápido.


A poco andar se dio cuenta de que, por apurona, había perdido la batalla con los objetos de su propia pieza, que eran los más familiares. Pero ni modo, ya la habían visto despertarse, así que la batalla estaba perdida de antemano.


Después de vestirse (con la blusa del uniforme de atrás para delante), decidió que lo mejor sería sacar de su cajón de disfraces el sombrero más raro que  tenía y una nariz con bigote, anteojos y supercejas. El uniforme también había que esconderlo, así que se puso  encima una túnica que alguna vez había usado para disfrazarse de uno de los reyes magos. Estaba segura de que así nadie podría reconocerla.


Se asomó al pasillo para comprobar si estaba limpia la salida y corrió al baño. Su primer candidato era, por supuesto, el espejo.

Entró al baño como si nada, pero  detrás de esos hermosos anteojos de plástico, sus ojos captaban cada detalle, cada pequeño movimiento.  Se puso frente al espejo atenta a cualquier arruguita, a cualquier tufo espejístico que pudiera delatar la sorpresa del antiguo espejo que siempre había estado allí.


Pero nada.


Ahí quedó el espejo, quieto y callado.


No se dio por vencida. Siguió arreglándose las megacejas como si nada. Quizás los objetos eran más lentos.


Después de intentarlo un buen rato, se rindió y bajó a tomar desayuno.


¿O quizás algunos eran muuuy inteligentes?

Los que claramente sí tenían memoria eran sus padres, su hermano guagua y su gato, que manifestaron su impresión de modos distintos pero todos perceptibles. La guagua hizo un puchero históricamente único y se largó a llorar, el gato huyó con los pelos del lomo erizados y emitiendo todo tipo de sonidos y sus padres se quedaron mirándola con los ojos tan abiertos como los de ella misma al despertar. Eso fue por un segundo. Al poco rato, a su mamá le vino un ataque de risa masivo. Su papá intentó mantener el orden.


—Ati, hoy estás un poco rara —le dijo—. En veinte minutos te pasa a buscar el transporte escolar, y sospecho que no te van a dejar entrar así al colegio.


—Mfff —gruñó Ati.

No quería que nada la distrajera, aunque estaba difícil entre los ruidos del gato, el llanto de la guagua y la risa de la mamá.


Se sentó a propósito en una silla que no era la que usaba siempre, pero no sintió ningún movimiento especial, ningún acomodo que delatara que la silla no entendía lo que pasaba. Tomó su cuchara y se la puso delante hasta encontrar su propio reflejo (de verdad se veía muuuy fea con bigotes, anteojos plásticos y cejas de señor, más encima deformada por la cuchara), pero la cuchara ni se dobló, ni se opacó… Claro que no pudo saber si hizo algún ruido, porque la guagua seguía llorando.


Cuando sonó el timbre, Ati ni siquiera había alcanzado a terminar su desayuno. Corrió a su pieza tragándose el cereal, se sacó el disfraz y el sombrero tan rápido que quedó más despeinada que nunca, se puso la mochila llena de cosas que no necesitaba y corrió a la puerta.


El resto del día no logró concentrarse nunca en su plan de distraer a los objetos porque todo lo que escuchó fue “¡Ati!”, “¡Ati!”, “¿Qué es ese  peinado?” “¿Qué te pasa?”, “Por favor pon atención”, “Date vuelta la polera”, “Ese no es tu banco”, “Esa no es tu percha”, “Ese no es el libro que tenías que traer”, “A la inspectoría”, “Fuera de la sala”.


No me dejan desarrollar mi espíritu científico, pensó ella, cuando      la sacaron de la sala y tuvo que encontrar una banca donde sentarse. Pero aun así como estaba, algo triste y frustrada, decidió no sentarse en el banco acostumbrado, sino en la vieja banca de piedra en que se sentaba siempre Lucas, su compañero que todo el día comía semillas de maravilla y andaba dejando un rastro de cáscaras tras él. Ahí estaban, de hecho, las cáscaras de Lucas.


En el patio no había nadie.




Todo estaba en silencio, salvo por los pajaritos que cantaban y los autos que pasaban a lo lejos.

Se sentó en el banco y suspiró.                                                                                                     ; 

Y entonces, muy despacito, le pareció que el banco también suspiró, un suspiro como de roca antigua, imperceptible al oído humano, una especie de latido de un corazón que late una vez cada cien años.


Se quedó helada sobre la banca. Inmóvil. Suspiró de nuevo. Nada.


Entonces pensó que probablemente lo había inventado.


Llegó a la casa cansada y sobre todo desanimada, y los intentos que hizo por sorprender a los objetos ya no fueron con tantas ganas. Hizo las tareas en el escritorio de su mamá en el vez del suyo, tiró el papel higiénico en  el basurero en vez de en el wáter, se lavó  los dientes sin pasta, comió en el plato de la guagua, no miró tele, leyó (nunca  leía) sentada en el suelo del pasillo.


Pero nada.


Cuando se fue a dormir, ya tenía claro que había sido un sueño, y que afortunadamente los objetos no tenían memoria. Aunque algo en ella habría preferido que sí la tuvieran. Los únicos que la miraban raro eran sus papás y el gato. La guagua estaba dormida.


Decidió, como último intento, dejar la luz encendida durante la noche. Y trató de olvidar ese pequeño suspiro, el de la banca de piedra del colegio.


Finalmente lo logró.


Después se durmió muy rápido. Estaba agotada.

Pero hubo quienes no pudieron dormir, y fueron justamente los objetos.


La polera, porque estaba muy mareada (como si hubiera tenido un día al revés).


Y los demás se quedaron toda la noche despiertos en busca de un solo pensamiento.


La verdad es que sí son lentos.


Cuando llegó la mañana, solo algunos habían alcanzado a completarlo: Qué día tan raro.

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